domingo, julio 15, 2012

El lado intocable de la hojilla

Venimos a este mundo a romper corazones, a envenenar vidas. Sin colmillos a envenenar vidas. Sin martillos a romper cosas. Y aunque lo predecimos cuando sentimos ganas de llorar de la nada en autobuses, en muebles ajenos en las fiestas y los bordes de la ventana, no hay nada que nos detenga.
     Nunca supe cómo me enamoré de María Clonac, (y no importa) cómo el universo me mandó hacia sus besos, hacia sus piernas, cómo me guió hasta su ducha y sus lágrimas, ni a las tardes en su cama de penthouse sufriendo a medias. Ni siquiera hoy los atisbos de esos días pueden armarse en mis cabezas y darme una pista de mierda que me indique algo, un error, una coincidencia pasajera, una mirada que nunca debió cruzarse.
     Luego de una clase de biología a la que me metí sólo para ver dibujitos en la pizarra hubo una lluvia que no me dejó abandonar el pasillo de Ciencias. María desnudaba el piso con los ojos al caminar, con los hombros  apretados y el pelo negro en media cara. Hola, me dijo mientras volvía en sí, con el rastro de un llanto en los párpados inferiores. Me criticó por andar metiéndome de nuevo en las clases de biología, porque los estudiantes de sociología "nada tienen que hacer en Ciencias". Esa noche dormí un poco.
     Me comía unas papas y un helado en un Mc Donald's al que ya no vuelvo ni volveré, el piso olía a desinfectante y las sillas a salsa de tomate. Leía el reverso de mi libro cuando ella apareció al otro lado de la ventana, caminando a 24 cuadros por segundo, con el aire en la punta de su pelo y una camisa de Soda Stereo de un negro desteñido que me alegró la cara, con la misma hojilla en el cuello que usaba desde primer semestre, y era de verdad. En su cuarto escuchamos música que ya no recuerdo, fumamos marihuana y nos besamos en la boca y en las orejas.
     Durante un tiempo viví en la densa ilusión de algo parecido a la felicidad. Media adolescencia me abandonó y con ella también algunos fantasmas de fantasmas, algunas sombras torcidas y mal hechas. Ya no me quería morir. Ella tampoco, o un poco menos. Nos enamoramos de nuestras soledades, de cómo se anulaban al unirse, de planes que tenían que ver con flores y gatos y dulces. Cuando entré en ella hubo cosas que se arreglaron. Pasé tardes increíbles con sus lunares, en el olor de su cuello usado por el sol, con besos de esquimal que hoy parecen clips de algún video francés de los 90. Cómo la besé, cómo leí en los Metrobuses al ir a su casa, cómo me las arreglé para no perderme de su existencia. Y me perdí en su existencia. Cuánto sangré para ella.
     Una vez, después de acabar y prender el ventilador, María Clonac se sentó en la cama, cerca de la ventana. Su hojilla brillaba con el sol y me entraron ganas de tocarla. Cuando la tomé en mis dedos me di cuenta que ella estaba absorta en sus propios ojos, como si le hubieran dado una patada en el cerebro. Me respondió a los veinte segundos más o menos, que no pasaba nada, que todo bien, que cuidado con la hojilla. ¿No se han percatado del espacio en el centro de las hojillas? Ese que ondula y no tiene filo. Por ahí pasé mi dedo varias veces, y ella dijo nunca nadie se interesa en ese lado de la hojilla, todos quieren tocar el filo sin cortarse. Me quité la sábana para buscar mis medias, María comenzó a llorar, muda, y las lágrimas se fundieron en sus tetas. La vida había abierto una brecha que más nunca, ni siquiera hoy, podríamos volver a cerrar. Sé que María Clonac me amó, mucho, como nunca había amado. Y que sufrió mucho, como nunca había sufrido.
     En algún momento el sabor de su boca cambió, su mirada se fue al carajo con maletas de distimia y su voz se tornó casi para siempre en un silencio no absoluto que desgarraría cualquier alma humana. Cuando dejó de mojarse con mis besos, cuando dejaron de existir amores en sus palabras y sus ojos parecían nunca parar de llorar supe que jamás recuperaría el sentido de todo aquello que creamos en la ducha, en abrazos de apartamento, en bailes con drogas y ganas de hacer el amor.
     Qué hice mal, qué hizo mal, qué fue aquello que toqué y que besé que nos arrastró hasta aquí. Me pregunté demasiadas cosas de las que nunca obtuve una respuesta, no hubo tiempo. Algo se escapó de nosotros, algo que jamás rastrearíamos, que nos abandonó por siempre. Algo que alejamos a soplidos y jadeos y orgasmos.
     Enamorarse es un juego sangriento. Los participantes cambian, cambian totalmente, uno se entrega hasta un punto en el que ya no hay más que dar sino cosas prestadas, y el otro simplemente se pierde en sí. Cambian definitivamente y sin propósito, uno daña y otro duele, y en realidad nunca se sabe quién gana, porque al parecer en estas cosas nadie gana. Una tarde en su cuarto jugando en el Nintendo 64 volvió a sonreír. Su teléfono sonó, sonrió, y así fue por muchos días, por semanas. Mi voz comenzó a atormentarla, María Clonac había desarrollado un disgusto repentino por mí, por mi compañía, por mis quejas y mis halagos. Sólo algo la hacía sonreír, el ringtone de su teléfono.
     Alguna vez, hablando por chat o por teléfono me dijo "Mi dibujo te lo dejé, lo puedes firmar por 'María Cremosa Clonac'. El dibujo te lo dejé en la mesita". Hoy no sé dónde está (ni ella, ni el dibujo). Caminábamos por la Solano, su mano me sostenía con obligación y sin ningún rastro de cariño, había perdido la cuenta de cuántos días habían pasado desde que no me besaba en los labios, desde que no me miraba a los ojos y moría por mí, pero seguramente habían sido apenas dos, apenas cinco. Pero moría, pero moría y no por mí.

Le dije María qué pasa, algo se te murió. Dijo casi gritando nada Arturo, nada.

Esperábamos en el semáforo para cruzar, y esperamos muchos cambios de luces, María no volvía en sí.

Un mensaje le llegó al celular. Lo leyó.

La luz cambió, María se volteó, me miró sin tocarme. Me vas a matar, le dije. Lo siento mucho, no puedo hacerte esto, dijo. Y caminó antes de que yo pudiera asimilar lo que había pasado, lo que me dolería hasta el hueso cinco minutos después.

Todo se fue abajo, algo me quemó el estómago y sentí aceite adentro, por todos lados.

Y así María Clonac se iba, cruzando la calle, tal vez para siempre, mirando hacia adelante con los ojos ciegos hacia un horizonte que sólo ella podía ver.

Y así María Clonac se fue, cruzó la callé y me dejó ahí, más solo que nunca, con una decepción del tamaño del mundo, preguntándome qué, por qué, si en realidad debí haberme fijado en el lado intocable de la hojilla...